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Mostrando entradas de octubre, 2009

De libros

Con la década de los ochenta llegaron a España los ordenadores. En aquel tiempo había toda una legión de negacionistas dispuestos a mantenerse enteros ante la enfermedad del progreso. Eran intelectuales que gustaban darle a la lectura de manera compulsiva. La mayoría tenía dos pasiones: la Montblanc y la lectura; ¡leían por placer!, y lo leían todo (aún recuerdo con horror una obra de Cela, «Oficio de tinieblas cinco», que se vendió como rosquillas). Los argumentos en contra del ordenador eran diversos y siempre coincidían en su extremada dificultad y en el precioso tiempo que robaba para seguir leyendo aquellos ladrillos. Cuando pasa el pasado, llega el presente. Entonces mandaba Felipe; ahora con Zapatero desembarca en las tiendas el libro electrónico, un aparato con botones que almacena miles de páginas en sus tripas de circuitos integrados. Dicen los que lo han probado que permite una lectura más amable que la del ordenador porque usa una tecnología similar a la de la fotocopiadora

Muebles

Veo la mesa de trabajo de un escritor de moda y siento envidia; el mueble aparece lleno de libros nuevos que seguramente no ha pagado, de folios que esperan pacientes la llegada de las musas, de ideas de las que no ofenden. La imagen que trasciende a los periódicos desde el sancta sanctórum del literato supone, además de mercadotecnia, una declaración de principios: orden sin fantasía, posmodernidad al estilo americano, equilibrio inestable, y dinero (tendrías que ver la calidad de los muebles). Cuando uno ve algo tan perfecto, inmediatamente tiende a compararlo con lo que conoce: mi mesa es un auténtico desastre donde se amontona el polvo y la abulia; está tan desordenada que es posible que un día de estos la organice tirándolo todo a la basura y que salga el sol por Antequera. El autor no es joven, parece vivir ajeno a los pliegues dramáticos que trae la edad (pero ya sabes cómo mienten las fotografías tratadas con el Phoshop). Sonríe a la cámara orgulloso, veinte mil euros de p

Liberación

A mí me da por escuchar (y cantar a gritos) «La bien pagá»; de todas, la versión de Miguel de Molina (disponible en el Spotify por el morro). Me porto así cuando algo de la vida no funciona como es debido (no pirula, dicho en román paladino); entonces me agarro una botella grande de picacola light, el portátil que me ha prestado Barreda (el cabezón ya está hasta los ojos de chorradas), un par de cajas de pastillas de paracetamol tamaño rueda de tractor y un pañuelo sábana para sonarme los malos pensamientos (ya sabes: la madre que parió al hijo de tal y todo eso que se dice cuando la cosa del estrés aprieta). Me retiro lejos del mundanal ruido (donde haya internet) para liberarme de energía negativa gracias a la profunda experiencia mística que supone escuchar copla española mientras bebes gaseosa dulce y lees las últimas sandeces del Aznar. Cuando me pasa lo que me pasa, a mí me da por lo que me da y al fantoche de Costa, por llorar; una pena de hombre, tan grande, tan raro y tan trai

Nada

No entiendo nada. Nada. Los libros se me llenan de un discurso cansino, lento, insoportable, que no entiendo. Las noticias están escritas con tinta blanca. Afuera caen las nueces sobre la hierba seca mientras las avispas se comen los últimos granos de uva. Nada. Los periódicos de este sueño están en blanco, apenas ligeras partículas de letra desintegradas por entre las columnas vacías. En el cielo, tímidas madejas de nubes secas se mueven al compás del viento. De pronto el sol que amanece lentamente me despierta. Ahora suena en la radio una voz amable. Es curioso como el sueño y la realidad se parecen; a este lado, nada. Matan a un soldado en una guerra absurda, el maniquí que acompaña a Camps no dimite, la economía va cada vez peor; no pasa nada. Ya en el baño compruebo que el grifo mana agua caliente, buenísima para mantenerse limpio y ligeramente dormido. Me lavo despacio. Nada. Casi cinco millones de parados. Por la calle la gente deambula errática cuando me sumo a la procesión de

Apariencias

Cuando era joven no creía en las apariencias. Engañan, me decía. La edad, que es un ariete contra los mitos, o no, me avisa de la importancia de la imagen, de lo trascendente de la impostura. La prensa también cuando afirma con grandes titulares: Brasil es un país que no tiene terrorismo, Rajoy y Camps hablaron de economía; el grupo PRISA difunde una información objetiva sobre el gobierno de España. La idea de Goebbels de repetir una mentira muchas veces hasta que se convierta en verdad parece que ha calado en el mundo contemporáneo. El problema es que esa idea parte de una creencia errónea, o no: los demás son gilipollas y se lo creen todo. Tú fíjate en los laberintos en que me meto. Menuda sandez dilucidar si Lula, Rajoy o Cebrián desprecian la inteligencia de los que estamos al otro lado. Como no podía ser de otra manera, concluyo que no, creo que no: ninguno de ellos habla para el común de los mortales sino que se dirigen a sus fieles. Les mandan mensajitos reconfortantes para qu