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Mostrando entradas de julio, 2008

Verano

Aunque pasan leves, los días se estiran hasta las tantas cuando acaban deshaciéndose en humo y besos junto al río. Las riberas y los bares, endoselados de estrellas, se pueblan de gente, sobre todo jóvenes, que rompen las horas con el vigor de la sangre. En el campo los girasoles han florecido o no levantan una cuarta del suelo. El reloj se ha vuelto loco en todas partes y apenas si araña el rostro de la gente, cabalga el tiempo ligero porque es verano, también para las moscas y las hormigas. Pero tanta levedad no impide que en los medios suenen los mismos ruidos, las mismas voces repitiendo lo mismo como una letanía que es necesario aprender y recitar junto a una cerveza fresquita: crisis. Y la atmósfera se contagia con el vinagre de los pepinillos y las cebolletas. Crisis. Entonces corren coches y motos rompiendo la noche. Crisis. Y a los políticos les da por legislar, o sea, prohibir. Crisis y sube el pan un doce por ciento, del diesel ni hablo. Crisis y los pájaros cantan porque no

No es lo mismo

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Inclinado sobre la barra hay un tipo con sombrero, panamá blanco, hojeando un periódico con grandes fotos. El bar es pequeño, soso si no fuera por el cliente que lee. En la pared, etiquetas de licores y frases curiosas sacadas a escoplo de las esquinas de las calles. Una dice «ya no es lo mismo» y se me eriza el cabello. En cinco palabras, cinco, el poeta de las paredes ha condensado la tarea eterna del hombre: ver cómo delante de sus ojos corre incontrolado el tiempo mientras trata de asirlo a la memoria con cadenas de afecto en un vano afán de control. La cerveza, ahora sin alcohol, está fría y la tapa no es muy buena, es horrible. El caballero del periódico anda a lo suyo y aunque nos hemos visto antes, en otro garito, finge no reconocerme. En la calle cae el sol con fuerza sobre la gente que pasa. Ese «ya» traza una realidad triste, como la decoración aburrida del bar, contrapuesta a aquella edad cuando el escritor mural debió de ser feliz; es un «ya» que lo devuelve a la adolesc

El campo

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El campo es grande, creo yo, tan grande que dentro de él cabe el mundo entero y si me apuras, dos. Quizá por eso, lo del mundo, me he venido al campo a escuchar a los pájaros cantores, un martirio, y a saturarme con el olor de la flor del tilo que me hace estornudar. En el campo se está bien, lo juro por estas porque tiene de todo: cerveza, arbolitos con sombra, picacola, piscina, sangría; vamos, de todo. ¡Ah!, y tagetes amarillos dispuestos al desgaire sobre una maceta azulona, una maravilla de foto. Vale, lo confieso, a estas horas el campo está bien y mal, según se mire; bien en los rodales donde el asfalto cubre las florecillas y los cardos y las ortigas; mal cuando hay ovejas y ovejos subidos en «quad», polvo, o suena el tracatraca del tractor excesivo escardando las pipas. Mal también cuando es de noche y la oscuridad se puebla con millones de perros que ladran a la luna como si estuvieran enfadados, tipo Aznar, siempre. Por eso, qué sopor ahora, mientras escribo me adormezco (

Europa

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El olor a serrín es de la infancia, de cuando volvían los hombres de trabajar a las tantas con el pelo resinoso y los brazos negros; nadie pretendía esconder los olores bajo el espray desodorante porque la gente no olía mal, olía a trabajo, a humo, a tortilla de patatas o a espliego, (la roña no huele). Es verdad que en todas las casas no había agua por lo que los niños debían deambular de arriba abajo con un cubo de zinc que medio llenaban en la fuente donde se criaban unos hermosísimos renacuajos de sapo partero; tampoco había coches salvo aquellos enormes autocares de hojalata. No añoro aquellos tiempos. Diez horas cada día por seis días a la semana: sesenta. Cuando estaban hartos de trabajar como mulos tomaban la maleta de cartón y un tren borreguero y marchaban a Alemania donde había democracia y sindicatos. Muchos han vuelto a tostarse a las orillas del mar, viejos, hablando un español que suena a lata. Los que aquí se quedaron sufriendo la insoportable estulticia de aquellos