No es lo mismo

Inclinado sobre la barra hay un tipo con sombrero, panamá blanco, hojeando un periódico con grandes fotos. El bar es pequeño, soso si no fuera por el cliente que lee. En la pared, etiquetas de licores y frases curiosas sacadas a escoplo de las esquinas de las calles. Una dice «ya no es lo mismo» y se me eriza el cabello. En cinco palabras, cinco, el poeta de las paredes ha condensado la tarea eterna del hombre: ver cómo delante de sus ojos corre incontrolado el tiempo mientras trata de asirlo a la memoria con cadenas de afecto en un vano afán de control.
La cerveza, ahora sin alcohol, está fría y la tapa no es muy buena, es horrible. El caballero del periódico anda a lo suyo y aunque nos hemos visto antes, en otro garito, finge no reconocerme. En la calle cae el sol con fuerza sobre la gente que pasa.
Ese «ya» traza una realidad triste, como la decoración aburrida del bar, contrapuesta a aquella edad cuando el escritor mural debió de ser feliz; es un «ya» que lo devuelve a la adolescencia o, mejor incluso, a la infancia, una especia de feliz Arcadia a donde se refugian a menudo las personas. El «no», pensamiento negativo, imprescindible para frenar el aserto, viene a contradecir en su totalidad al atributo «lo mismo» para informarnos, además del paso insoslayable del tiempo, de un cúmulo de experiencias, ajenas quizá, desafortunadas siempre, como el paisaje ciudadano que no es lo mismo, la agilidad en las piernas o, simplemente, la horrible cerveza que me está calando los pantalones.

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