Carta a un niño del Colegio Ramón y Cajal (Cuenca)

Publicada en el periódico escolar El Grupo, impreso con motivo del 75º aniversario de la inauguración del Centro.
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Apreciado amigo(a):

Cuando veas a un señor o una señora mayores, piensa que también fueron niños. La única diferencia contigo es que eso les pasó en otro tiempo, en tiempos de Maricastaña que es una señora a la que nadie conoce porque vivió hace muchos, muchos años. Te lo repito, todos los mayores fuimos alguna vez como tú; también tuvimos padres, madres, abuelitos, hermanos y amigos con los que regañar por una tontería. Yo era niño cuando la señora Maricastaña aún no había nacido, fíjate si hace tiempo.

La casualidad quiso que estudiase en la escuela que lleva el nombre de don Santiago Ramón y Cajal, la tuya. Por las mañanas, con el frío, bajaba desde los Tiradores Altos, calle Real abajo, con mi cartera de material –así se llamaba entonces al cuero–. Llegaba al patio en donde tú te diviertes dando vueltas, pero yo no podía dar vueltas porque los chicos y las chicas estábamos separados: ellas, detrás; nosotros, delante. Cada uno jugaba a lo suyo; las chicas, por ejemplo, a la comba, al corro de la patata y a la rayuela. Nosotros jugábamos a correr, al fútbol, al chompo, al tejo, a la dola, a churro va, a contarnos películas o a mirar embobados a la calle donde no había ni coches, ni gente.

De pronto sonaba un pito (pirrí, pirrí) y entrábamos en fila. Las chicas, arriba; los guachos, abajo. Nada más entrar, los maestros nos hacían repetir unas canciones muy tontas que nadie entendía y que todos canturreábamos mal, muy mal, cambiándoles las letras. Entonces hacíamos un montón de cosas sin entenderlas. Un maestro mandón, don Nosequé, gritaba; «a cubrirse, AR; firmes, AR; media vuelta, AR». ¿Tú lo entiendes? Pues yo tampoco. Luego nos hablaban de cosas que aún me dan miedo (que Dios ve lo que haces aunque estés con la puerta cerrada, que si reírse es de tontos, que si patatín y patatán), un lío relío que a mi amigo Vidal le valió un tortazo muy gordo.

Después del «AR, AR, AR» pasabas a clase donde te sentabas en un pupitre con dos asientos y sendos orificios para insertar tinteros porque los mayores escribían con pluma de plumín; los pequeños, con lápiz de una marca muy graciosa Juan Sindel. Los cuadernos no eran de cuadritos, sólo de una raya o de dos. El maestro tenía una vara a la que llamaba puntero, y una palmeta a la que le había puesto nombre (todavía no sé en qué oficina se le pone el nombre a las palmetas). De la pared colgaba de todo: santos, vírgenes, almanaques donde estaba dibujada la luna que iba a haber por la noche, una pizarra negra en la que se escribía con tiza cuadrada, los retratos de un señor muy mayor con bigote y de otro muy repeinado que se parecía a mi vecino que se había ido a trabajar de albañil a Alemania...

Lo mejor de la escuela era el recreo sólo que cuando empezaba había que subir al piso de las chicas donde una señora te daba un el vaso de leche americana para crecer mucho y llegar al techo que estaba tan alto como ahora. Menos mal que ya se había inventado el colacao porque la leche estaba malísima.

Por la tarde, en casa, nos íbamos a jugar a las eras de Santa Teresa, a cazar bichos del campo o a merendar un bocadillo de mantequilla con sabor a cosas, o uno de carne de membrillo, o de chocolate Dulcinea (alza la pata y mea), o de mortadela. Había bocadillos así de grandes de casi de todo que nos comíamos en la calle.

Las otras cosas que me pasaron en el colegio de don Santiago Ramón y Cajal las recuerdo bien y mal. Unas me gustaban, me gustan, y otras no. Pero cuando miro atrás, al momento en que era tan alto como tú, siento nostalgia y por dentro de mi cabezota me corre una lágrima invisible que me reconforta porque gracias a algunos de aquellos maestros he llegado a ser buena persona, más o menos. Por eso, a lo mejor, me hice yo también maestro. Ahora te cuento mi vida como si mi vida fuera importante. No te equivoques, la vida importante es la tuya.

Ojalá que cuando te empieces a hacer viejo y te duela todo el cuerpo puedas mirarte al espejo y pensar en la mucha suerte que has tenido, tanta como yo porque hoy puedo recordar que fui a la escuela, que llevaba un babi blanco, que tenía amigos entre estos muros (algunos se me han muerto) y que veía a las niñas correr por el patio coronadas de hojas de chopo, amarillas, como si fueran princesas de un cuento infantil. Y recordarlo es como volver a ser niño.

Si pudiera volvería a la escuela a estudiar más que entonces, por ejemplo los ríos, los adjetivos calificativos, el volumen de la cabeza de mi amigo Calabaza o la música de reloj de péndulo cuando anda al revés.

Sin nada más que contarte, se despide

Paco Page







Post Data

Esta escuela se iba a haber llamado Rodolfo Llopis, que era un hombre muy listo y muy importante durante la II República Española pero, cuando el alcalde de entonces se lo propuso, don Rodolfo se excusó diciendo que era mejor ponerle el nombre de un gran escritor o un científico. Eligieron a nuestro premio Nobel de Fisiología y Medicina, Santiago Ramón y Cajal, que había venido algunas veces a Cuenca. En 1935, para las ferias de septiembre, en los pasillos del colegio se organizó una exposición de arte a la que acudió mucha gente.

Aquí hemos estudiado muchos chicos y chicas. Yo me acuerdo de Carmen y de María su hermana, de Meli, del Buti, de uno al que llamábamos Valiente, de Molina, de Vidal, de la señorita Angelines, de don Federico, don Félix y don Juan.

Se me olvidaba. Del colegio me gustan las ventanas, los pasillos amplios, los techos. También me encantaba un chopo inmenso que había en la parte del patio de las chicas y que alguien mandó cortar por no sé qué.

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