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Mostrando entradas de julio, 2009

Delincuentes

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Correa, el pobre, alucina. No sabe por qué está encerrado entre delincuentes. Él no lo es. Él es un hombre de honor, amigo de sus amigos; leal como pocos. Y por un leve problema contable, un problemilla con Hacienda, un juez desconsiderado lo ha enchironado para que se pudra con la gentuza que sí ha delinquido. Pero él, no, no es un mangante; sólo un empresario obligado a trabajar como un mulo para hacer mayor la empresa porque, es un principio financiero, o creces o te arruinas. Y para eso no sabe usted la cantidad de sapos que se ha tenido que tragar y la de manos blandas que ha tenido que estrechar (manos de sebo, manos pringosas, manos sin sangre); o la de regalos absurdos que ha tenido que pagar para dejar contento al cliente; lo importante es el servicio postventa. Y mira cómo se lo pagan. Así no hay derecho. En una celda interior, para no ver el sol, con lo peor de cada casa. «Yo no voy a hablar», ha dicho. «Ya sabes cómo soy». Pero las latillas de mejillones cansan, y cansa la

Educar

Educar es encaminar, marcar sendas por las que enviar al pupilo para que no se pierda en el intrincado laberinto de caminos que hay en la vida. Aunque todos pueden educar, no es conveniente que ciertas personas se pongan a la tarea por razones obvias. Párese a pensar en gentes a las que de ninguna manera les confiaría un hijo. Luego viene que el educando quiera ir por caminos trillados y no prefiera adentrarse en inextricables sendas que o no llevan a ningún lado o que se abocan directamente a un precipicio. Si se trata de encaminar, tiene que haber necesariamente normas que limiten o condicionen el tránsito; o sea, leyes y costumbres. Las leyes las ponen los que mandan, y las costumbres surgen como resultado de la vida en común con los demás. Las leyes se cambian con el voto, las costumbres con la práctica. Una sociedad sana necesita que ambas se mantengan en el tiempo para poder asumirlas con eficacia; necesita también personas que se encarguen de recordarlas en los diferentes ámbit

En la Arcadia

Había empezado una columna cabezona llena de reproches e invectivas contra esto y lo otro, la he borrado. Pero, escucha, suenan los pájaros y el viejo Horowitz resucita con sus dedos una sonata de Mozart. El pianista ucraniano siempre viene en mi ayuda cuando lo necesito. No pienso hablar de política; no quiero perderme entre personajes de ficción ahora que el paisaje anda cuajado de nubes como las que pintaba Magritte, unas nubes blancas y azules que llenan casi por completo el cielo; aquí todo tiene un aire primitivo, inconsciente, surreal. Estoy en el campo. Si no fuera por las moscas, diría que vivo en el paraíso, un lugar donde la indolencia es virtud y el sol apenas si hace daño. El monótono ruido de las cosechadoras que recogen las últimas cebadas, un ruido como de moscas enfadadas, hace volar al tiempo que atesora en su caja un reloj antiguo, de péndulo, mientras avanza frenético sobre caballos de brisa. Tampoco hace falta tanto para ser feliz: ganas, algunas piezas de fruta y

Espías

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La última novela de Larsson va de espías que se enrocan una y otra vez para evitar ser descubiertos. Son unos seres infames, unos auténticos hijos de puta que no paran en mientes a la hora de mandar a cualquiera al otro barrio. Normalmente los cabritos literarios suelen ser inteligentes, pero los de Larsson, no; se trata de cretinos que se creen los dueños de la pista de baile. Aún no he terminado el tocho, pero estoy convencido de que los van a trincar y de que el escándalo en esa Suecia de ficción va a ser de órdago. Algunos espías españoles del Centro Nacional de Inteligencia, seguramente jefecillos, han provocado un enorme escándalo: ese grupo de rufianes acostumbrados a hacer de su capa un sayo han obligado a dimitir al paisano Saiz. El motivo declarado es falso; en realidad se trata de poder, pues de eso realmente va la llamada inteligencia. Esos aprendices de Mortadelo y Filemón, cuya primera obligación debiera ser la de proteger las cloacas del Estado, se están transmutando en