Delincuentes

Correa, el pobre, alucina. No sabe por qué está encerrado entre delincuentes. Él no lo es. Él es un hombre de honor, amigo de sus amigos; leal como pocos. Y por un leve problema contable, un problemilla con Hacienda, un juez desconsiderado lo ha enchironado para que se pudra con la gentuza que sí ha delinquido. Pero él, no, no es un mangante; sólo un empresario obligado a trabajar como un mulo para hacer mayor la empresa porque, es un principio financiero, o creces o te arruinas. Y para eso no sabe usted la cantidad de sapos que se ha tenido que tragar y la de manos blandas que ha tenido que estrechar (manos de sebo, manos pringosas, manos sin sangre); o la de regalos absurdos que ha tenido que pagar para dejar contento al cliente; lo importante es el servicio postventa. Y mira cómo se lo pagan. Así no hay derecho. En una celda interior, para no ver el sol, con lo peor de cada casa. «Yo no voy a hablar», ha dicho. «Ya sabes cómo soy».
Pero las latillas de mejillones cansan, y cansa la picacola sin calorías, y agota la soledad; incluso el gimnasio. Un día abrirá un cuaderno de dos rayas, de los que venden en el economato, y con un bolígrafo de punta roma empezará a escribir nombres, luego verbos, después adjetivos... Y que salga el sol por Antequera. Que tiemblen los que tienen que temblar. Los periódicos afines dirán que miente, que se ha vuelto loco, pero a más de uno le va a arruinar el negocio y el futuro.

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