Espías

La última novela de Larsson va de espías que se enrocan una y otra vez para evitar ser descubiertos. Son unos seres infames, unos auténticos hijos de puta que no paran en mientes a la hora de mandar a cualquiera al otro barrio. Normalmente los cabritos literarios suelen ser inteligentes, pero los de Larsson, no; se trata de cretinos que se creen los dueños de la pista de baile. Aún no he terminado el tocho, pero estoy convencido de que los van a trincar y de que el escándalo en esa Suecia de ficción va a ser de órdago.
Algunos espías españoles del Centro Nacional de Inteligencia, seguramente jefecillos, han provocado un enorme escándalo: ese grupo de rufianes acostumbrados a hacer de su capa un sayo han obligado a dimitir al paisano Saiz. El motivo declarado es falso; en realidad se trata de poder, pues de eso realmente va la llamada inteligencia. Esos aprendices de Mortadelo y Filemón, cuya primera obligación debiera ser la de proteger las cloacas del Estado, se están transmutando en ratas de alcantarilla al servicio de los intereses espurios de Pedro José y, en consecuencia, de Rajoy. Menos mal que la ministra Chacón ha mandado a un militar, el general Sanz, para que ponga orden entre los oficiales de ese ejército de Pancho Villa. Con un poco de suerte, el de Uclés hace una buena escarda y echa a los conspiradores a la calle después de haberlos degradado con deshonor en el patio de «La casa». Claro que lo mismo Aguirre los acoge en su seno. Pero no, Espe no paga traidores, sólo aduladores.

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