En la Arcadia

Había empezado una columna cabezona llena de reproches e invectivas contra esto y lo otro, la he borrado. Pero, escucha, suenan los pájaros y el viejo Horowitz resucita con sus dedos una sonata de Mozart. El pianista ucraniano siempre viene en mi ayuda cuando lo necesito. No pienso hablar de política; no quiero perderme entre personajes de ficción ahora que el paisaje anda cuajado de nubes como las que pintaba Magritte, unas nubes blancas y azules que llenan casi por completo el cielo; aquí todo tiene un aire primitivo, inconsciente, surreal. Estoy en el campo. Si no fuera por las moscas, diría que vivo en el paraíso, un lugar donde la indolencia es virtud y el sol apenas si hace daño. El monótono ruido de las cosechadoras que recogen las últimas cebadas, un ruido como de moscas enfadadas, hace volar al tiempo que atesora en su caja un reloj antiguo, de péndulo, mientras avanza frenético sobre caballos de brisa. Tampoco hace falta tanto para ser feliz: ganas, algunas piezas de fruta y un gran vaso de gaseosa donde puedan bailar las burbujas del tiempo, las mismas que ha desechado el reloj; luego, un libro que diga poco porque los libros que dicen mucho me cansan mucho; un libro para declamar a voces en el porche de las flores donde liban las abejas (qué dulzura: miel de geranio). Mucho de lo que conocí ya no existe, tampoco hay ya pastores en esta Arcadia de pueblo; sin embargo, aún quedan mariposas que se mecen descuidadas en la calma de la tarde para arrancarme con su vuelo la tristeza.

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