El campo

El campo es grande, creo yo, tan grande que dentro de él cabe el mundo entero y si me apuras, dos. Quizá por eso, lo del mundo, me he venido al campo a escuchar a los pájaros cantores, un martirio, y a saturarme con el olor de la flor del tilo que me hace estornudar. En el campo se está bien, lo juro por estas porque tiene de todo: cerveza, arbolitos con sombra, picacola, piscina, sangría; vamos, de todo. ¡Ah!, y tagetes amarillos dispuestos al desgaire sobre una maceta azulona, una maravilla de foto.
Vale, lo confieso, a estas horas el campo está bien y mal, según se mire; bien en los rodales donde el asfalto cubre las florecillas y los cardos y las ortigas; mal cuando hay ovejas y ovejos subidos en «quad», polvo, o suena el tracatraca del tractor excesivo escardando las pipas. Mal también cuando es de noche y la oscuridad se puebla con millones de perros que ladran a la luna como si estuvieran enfadados, tipo Aznar, siempre. Por eso, qué sopor ahora, mientras escribo me adormezco (lo siento, perdón, perdón), y sólo la suave brisa del viento poniente consigue mantenerme derecho sobre el folio inestable, anudando frases al tuntún y golpeando al aire como un poseso para defenderme de los insectos tragaldabas, animalillos zumbones, salvajes, bichos dispuestos a aliviarme del peso excesivo de la sangre y a cambiarme el estético careto por otro con abultamientos y rojeces. El campo me gusta pero sospecho que en un par de meses me voy a volver a la comodidad del bar de mi barrio porque todo cansa.

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