Muebles

Veo la mesa de trabajo de un escritor de moda y siento envidia; el mueble aparece lleno de libros nuevos que seguramente no ha pagado, de folios que esperan pacientes la llegada de las musas, de ideas de las que no ofenden. La imagen que trasciende a los periódicos desde el sancta sanctórum del literato supone, además de mercadotecnia, una declaración de principios: orden sin fantasía, posmodernidad al estilo americano, equilibrio inestable, y dinero (tendrías que ver la calidad de los muebles). Cuando uno ve algo tan perfecto, inmediatamente tiende a compararlo con lo que conoce: mi mesa es un auténtico desastre donde se amontona el polvo y la abulia; está tan desordenada que es posible que un día de estos la organice tirándolo todo a la basura y que salga el sol por Antequera.

El autor no es joven, parece vivir ajeno a los pliegues dramáticos que trae la edad (pero ya sabes cómo mienten las fotografías tratadas con el Phoshop). Sonríe a la cámara orgulloso, veinte mil euros de premio, mirando al futuro con confianza. El escritor es buena gente y seguramente se merece el público reconocimiento por cómo se desenvuelve en el proceloso mundo de las letras. Pero es sólo un escritor.

Hay, en cambio, otros despachos de escribanías impolutas, vacías, donde realmente se ejerce el poder. Me imagino cómo será la mesa de alguno de los gestores de los grandes bancos: madera de primera con un brillo deslumbrante y sobre ella únicamente un teléfono de diseño desde el que poder controlar al mundo; el escritor, en cambio, necesita de la literaria impostura.

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