De libros

Con la década de los ochenta llegaron a España los ordenadores. En aquel tiempo había toda una legión de negacionistas dispuestos a mantenerse enteros ante la enfermedad del progreso. Eran intelectuales que gustaban darle a la lectura de manera compulsiva. La mayoría tenía dos pasiones: la Montblanc y la lectura; ¡leían por placer!, y lo leían todo (aún recuerdo con horror una obra de Cela, «Oficio de tinieblas cinco», que se vendió como rosquillas). Los argumentos en contra del ordenador eran diversos y siempre coincidían en su extremada dificultad y en el precioso tiempo que robaba para seguir leyendo aquellos ladrillos.

Cuando pasa el pasado, llega el presente. Entonces mandaba Felipe; ahora con Zapatero desembarca en las tiendas el libro electrónico, un aparato con botones que almacena miles de páginas en sus tripas de circuitos integrados. Dicen los que lo han probado que permite una lectura más amable que la del ordenador porque usa una tecnología similar a la de la fotocopiadora, presentando un producto final relativamente parecido a un libro. Pero no, para Emilio Lledó se trata de un «libro aéreo», un libro sin presencia, un libro fugaz; un libro, en fin, evanescente que convive con otros (ahora digo yo) en una promiscuidad intolerable.

Curado como estoy de las angustias cibernéticas, reivindico, hoy que se anuncia su final cierto, el libro objeto al que se puede acceder por cualquiera de las puertas que son sus páginas, el libro que necesita de las manos para tomarlo con suavidad y firmeza, el libro que huele a tinta y se apila en desorden sobre la mesa de pensar.

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