Podría llover
Escribo menos, leo más. Emilio Lledó, Ortega, Machado. Cada
uno por un motivo diferente. Cuando me encuentro con ellos me noto crecer, un poco, apenas
nada —un centímetro en algo más de cuarenta años—. De Lledó, la memoria, esa
traidora que nos reconstruye el edificio de la vida; de Machado, la humanidad,
el misterio en un determinado poema, la luz para unos, surrealismo para el
ciego. Ortega es otra cosa; un libro pequeño que huele a humedad y a polvo,
las Meditaciones del Quijote que me
ha caído del cielo para salvarme de otras monotonías que no te pienso contar. Todos
lúcidos, maestros ausentes, guías en este valle donde los perniles sustituirán
a las almas.
Llegan las elecciones. No me quiero pronunciar sobre ningún
candidato. ¿Ninguno? Ninguno. Acabo de borrar una retahíla de improperios
contra este y la otra; más que gruesos. No lo merecen, los mercenarios carecen de conciencia, apenas si obedecen
órdenes. Intentaré comprenderlos, igual que si fueran los protagonistas del relato de un escritor
absurdo; pondré en ellos todo el afecto que siento por los demediados.
El caso es que hoy es el día del padre; por extensión,
imagino, que también el del padre del padre. Será un buen día, aunque podría
llover ahora que llega la primavera y mi pruno se llena de flores y abejas.
Podría llover para disipar la sinrazón que se nos apodera como enfermedad contagiosa, la vacuidad que nos
atenaza la garganta, la contaminación ideológica que nos aplasta. Podría llover a cántaros.
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