Digo Diego
La transmutación ideológica está al cabo de la
calle; o sea, el «donde dije digo…». Nos representan personajes de cartón,
rígidos pero maleables por manos expertas que son las que manejan a las
marionetas. Entre tanto, el parlamento, que en España está en los bares, berrea
contra Sánchez por «ocupa» y festeja el desparpajo de los lobos con piel de
cordero, los hijos de Aznar. La barra de
acero inoxidable es un caladero donde pesca sus votos el neofacherío que nunca
se fue de la esencia de esta España pues ha vivido refugiado bajo las alas de
la gaviota más corrupta que han visto los tiempos.
En ese «parlamento», también hay a quienes les
importa una higa el futuro laboral de diputados y senadores, de alcaldes y monaguillos.
La gente, al menos el 41%, no votará a nadie en la creencia de que ninguno se
ocupa de sus más perentorios intereses; esto unido a la perpetuación de la incompetencia
en las cabeceras de las listas (recuerdo las de Cuenca) hará que algunos, servidor,
incrementen incluso ese inmenso porcentaje de los que pasan y que salga el sol
por Antequera.
Ya no se trata de ideologías, vemos cómo los
principios ideológicos son más flexibles que la vara de avellano con la que nos
azotan las nalgas. Nos damos cuenta de como la libertad de expresión es
cercenada por la amenaza y el chantaje. Comprobamos la perpetuación de una
especie que hace siglos debería haber quedado extinta.
Qué democracia es esa en donde solo puedes elegir
entre lo malo y lo peor. El auge de la extrema derecha tiene mucho que ver con
el desprecio a quienes aspiran a representarnos en nombre de una ideología que carece
de actos precisos, de voluntad real de renovación, de cambio; dicen que son,
pero no.
La suerte es que todavía estamos en Europa, que si
no…
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