Náufragos
A eso de las tantas de la noche, acaba el encuentro de poetas, se despiden
entre besos y alabanzas; algunos dormirán solos, como siempre, hechos un ovillo
de venturosa desgracia; otros gozarán del amor y la lisonja; los más, ni fu ni
fa, junto a cuerpos inertes, verán caer el tiempo de cera derretida tras la
ventana. Luego, los náufragos fugazmente redimidos pondrán proa a esa isla que
flota a la deriva en el cabo de las propias tormentas.
Al día siguiente, en traje de faena —cada cual se viste como puede—, el
poeta solitario volverá al telar a urdir versos que lo trasciendan, en fila
india, hermosos, grotescos; inmensos como mausoleos de penas o mínimos como
semillas de mostaza. Así, uno tras otro, hasta que regresen las golondrinas
ciegas que sobrevuelan la isla en el mes de noviembre. Cuando las quejas
trascienden el espacio y la lumbre se consume muy despacio desprendiendo el
humo de los pensamientos absurdos, canta el poeta una tonada de antaño que no
reproduzco porque no la sé —no soy un náufrago—; luego mira a la luna y orina
endecasílabos indecentes contra el viento que furioso le moja la cara.
Húmedo y gris, para no volverse loco, recita e insulta a las estrellas de
mar, a los dioses y a las olas. No hay cura para ese mal tan común y tan fingido.
No hay cura para esa soledad supuesta. No hay cura para Narciso y sus espejos
de agua. No hay cura, ni monja, te lo digo yo.
Comentarios
De náufrago a no - dices - náufrago: ola a ola seguiremos hundiéndonos gloriosamente hasta que las corrientes nos hagan arribar a cualquier isla donde todos seamos espuma al viento. Un abrazo,
José Ángel