Nostalgia


Flamenco quizás enojado.
Por el intenso «quejío», me gusta el flamenco; las letras, no, no todas. A veces me dan vergüenza los mensajes que exhibe, otras, grito ¡ole!, porque me sale de ahí, del alma que estos días tengo tan colgandera. Por eso, además, me gusta la Rosalía, por lo que dice cuando se la entiende, lo que no siempre ocurre; la catalana tiene un mensaje fresco, reivindicativo, joven. No así el concejal franquista, Navarro, hombre de mirada rancia con cierto predicamento en su partido, pregonero del fascismo de pueblo que saca con el ramal a pasear por el Washapp enviando a todo quisque una gallina franquista y el eterno agradecimiento al Claudillo, del que Dios nos guarde.
Sabíamos que la extrema derecha andaba camuflada entre las ya no tan prietas filas del Partido Popular; su ideal: un tipo ridículo con mucha, mucha mala hostia. Un hombre sin escrúpulos y en consecuencia sin conciencia. Los de Cuenca están enredados en que si es o no apología del fascismo. Pues claro, pero ese es otro tema. Son legión, ocho o diez, los que ahora que se les acaba el pendorcho del trinque enseñan la patita porque quieren que se sepa que vuelven a sus raíces en el arcornocal: los caralsoles, las montañas nevadas o el himno patrio con letra del inefable Pemán («alzad los brazos hijos del pueblo español»); la sonora legión regresa a ensalzar a su Franco disecado que sigue envuelto en zinc en el Valle de las Vergüenzas.
Comprendo que quien no lo haya vivido se haya infectado de la ilusión de un tiempo distorsionado por otros; no puedo entender, sin embargo, que quienes hayan sufrido penurias, represión y a aquellos tonsurados trabucaires lo secunden salvo que hayan sido cómplices de ese fascismo tan racial, tan varonil, «tan cristiano».
Nos espera un invierno frío; no va a haber bastante champú de sulfuro de selenio para remediar la caspa que va a caer.


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