La liberalidad de un gobierno depende de
una sencilla resta: la diferencia entre los pasitos que da hacia adelante y los
que retrocede. Así, a Suárez, por suerte para él, le tocó andar muy despacio
hacia la democracia sorteando como pudo los obstáculos fascistas que le
obstruían la calle. González caminaba hacia adelante y en muchas ocasiones
retrocedía otro tanto quien sabe si por miedo o por lo que sea; empate con un
final catastrófico por culpa de la corrupción. El Aznar anduvo por senda de
cabras y nos acabó despeñando a todos por el terraplén de la ignominia.
Rodríguez Zapatero empezó bien; zancadas con la cosa de la guerra, la memoria
histórica, dependencia, matrimonio homosexual, violencia machista, estatuto
catalán…; acabó reculando como una caballería paticoja, mansa. Y llega el
Rajoy; ¡ay copona!; el jodido se ha ocupado de desandar el progreso para
regresar a aquellos infaustos tiempos en los que mandaban los amiguitos de
Franco; por eso, puede que en cualquier momento lo veamos echándonos un discurso
admonitorio desde un balcón del Palacio de Oriente en persona o en diferido.
La lógica interna del sistema
democrático, esa que estos señoritos tan escasos desconocen, dice que cuando
nos tocan las pelotas en exceso tenemos que rebelarnos. Y en esas estamos,
rejuvenecidos, reviviendo los tiempos en los que había que dar fe de vida;
¡ánimo compañeros, hay que echar ya a este ganado! En la tele, el fantoche de
Montoro, quien junto con de Guindos nos ha vuelto chinos, pretende seguir con
la milonga del sacrificio necesario para el bien de la patria —Patria: último
reducto de los hijos de puta—, y con la cosa de las zanahorias, alimento
muy nutritivo para los muy burros. Y yo, con estos pelos, viendo caer el agua
que regará los campos murcianos; agua con peces y barcos, agua, agua, agua,
agua.
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