La jornada laboral



Cada mañana me levanto pronto, es un decir. Desayuno leche con colacao y me pongo en el ordenador (en adelante cabezón). La tarea consiste, así ha sido pergeñada bajo el edredón, en informarme mucho para reflexionar un poco. Luego, leer algo de narrativa contemporánea y escribir un poquete.
Pues bien, a los cinco minutos de zambullirme en el proceloso líquido de la actualidad me entra un sueño que sabe a tocino rancio. Desenchufo el cabezón y me dirijo dolorido al catre; un rato más, me digo. A eso de la una, me levanto hartico de dormir y de hacer planes imposibles de futuro. Después, como buen vejete aplicado me dispongo a limpiar (mentira) y a aviar un puchero para la comida: legumbres con oreja, miel con hojuelas de postre, peras al vino de repostre. Termino de comer justo cuando empiezan los deportes, vuelvo a dormir hasta las seis de la tarde, pizca más o menos. A esa hora ni una línea leída ni escrita. Veo la tele, series, concursos (hay uno muy bonito en el que el personal se precipita desde lo alto de un edificio en llamas a ver si sobrevive). Luego, por no manchar más el butano, cena de fiambre. Una pizca de telediario, la información meteorológica, donde me dicen que hace frío; es posible, llevo una semana sin salir a la calle. Y a las diez de la noche a la cama. Como puedes comprobar una jornada completísima, creativa.
Sé que ha ganado el Sevilla (la Rocío del Rosario estará tan contenta). Que uno que luchaba por eso de la investigación se ha hecho funcionario. Que el chorizo de Rajoy, copona, da lecciones de moralidad. Añado al inventario de circunstancias adversas lo de la helada mientras me dispongo a retomar la jornada laboral entre las sábanas. Qué le voy a hacer si yo soy un español, español, español…, adjunto al departamento de clases pasivas.

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