El erial
Don César se alojó en el hotel Iberia, un
magnífico edificio que hoy languidece tras la desastrosa gestión de la
Fundación de la Caja de Ahorros. Vivió en una habitación desde cuyo balcón se
podía ver, de través, la parte alta, y aún la más alta coronada de cerros. Se
juntó con unos y otros y cita de pasada que don Eduardo de la Rica, hijo de un
anarquista cobardemente asesinado en prisión, llevaba como él un diario
desde 1934; don Eduardo, de joven Diderot, me confesó que todos aquellos
cuadernos habían sido lamidos por el fuego purificador que demuele la memoria,
aposta, por no dejar constancia de tanta barbarie como tuvo que soportar.
Y habla de Ofensiva, un periódico
del régimen —franquista—, pero bien escrito; y de Federico Muelas, con manos
de monja, y del alcalde Jesús Merchante. Y también de Pepe Cerrada, el
médico a quien tanto debe mi familia materna. Todo eso en una bella ciudad,
dice, untada con mantequilla de muerto.
El Diario es gordo, más de mil
páginas que me enseñan una ciudad pequeña, escasa en casi todo menos en belleza.
Hoy sigue igual, peor, a pesar de que ya no hay un periódico diario, ni un café
Colón donde con la bebida te suministren tintero y pluma. Mangana no sé si
funciona, a lo mejor, pero en mi casa no se oye; ya no hay gobernador civil ni
siquiera señorucos de medio pelo. De aquel alcalde, hombre de
formación liberal, de buen gusto y de derechas, hemos pasado a un botarate
más bien escaso, muy escaso. Casi nada de lo que importa ha cambiado, todo
sigue igual, con una intelectualidad subvencionada y enajenada del prójimo,
como aquella, pero sin don Eduardo, ni Valdivieso ni Pepe Cerrada, tampoco está
—¡oh Señor, lo que voy a decir!— el inefable Federico Muelas para conversar en
una terraza del amor y otras tonterías.
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