Última columna (en El Día)


Aquel día, los cinco, nos juntamos en una café para conspirar. Tres cortados, un doble y lo de Miguelán que no me acuerdo. Tras las copas de rigor, cuatro, acordamos enviar una embajada para hablar con Santiago Mateo y proponerle una columna diaria. Irían el José Ángel y el Paco Mora. Era junio de dos mil tres. Así empezó la Columna Cinco. Cada viernes, cuando encendía el ordenador, servidor tenía constantes tentaciones de dejarlo; la falta de costumbre y el pánico a hacerlo mal exigía que emplease una cantidad de tiempo desmesurada para escribir apenas trescientas cincuenta palabras. Como en las películas americanas, el empuje de alguno de mis colegas me permitió aguantar lo suficiente para conseguir cierta soltura en la muñeca. De aquellas columnas plomizas pasé poco a poco a contar al lector mi punto de vista que era, por vocación, bastante heterodoxo y, en consecuencia, no siempre bien entendido (hay un concejal que aún hoy afirma que no capta una mierda de lo que escribo). Sin embargo, nunca recibí ninguna crítica del editor, jamás ningún reproche, a diferencia de otros medios anteriores, alguno etiquetado de progresista, donde un infeliz me censuró un artículo y tuve que mandarlo a hacer gárgaras.
En estos años he hecho lo que he podido, he cometido errores, alguno de bulto, y he sido todo lo feliz que uno puede ser en la empresa del periodismo. No he cobrado, tampoco he pagado; bueno, a veces caía algún regalo suculento que disfrutaban más mis hijas que yo mismo. Y he conspirado como puede hacerlo un provinciano en una ciudad donde la propia iluminación callejera incita a la maledicencia y a la conjura. Hemos reído como locos y hemos llorado como hermanos: el Mota nos ha dejado tremendamente huérfanos. Su muerte agrietó severamente la columna, menos mal que con el tiempo Carmen y Carlos, sus hijos, la reforzaron con unos textos magníficos.
Pero todo acaba. Hasta aquí hemos llegado, chavales. Más viejos, más duros, infinitamente más cabreados. Dispuestos, como decía la revista Por favor, a dar la cara para que los hijos de puta de siempre nos la vuelvan a partir. No pasa nada, el mundo gira y gira sin prestar atención a nuestros males; además, tampoco tenemos mucho que perder. Nos gusta el juego, por eso emprenderemos nuevas aventuras, juntos o separados, y nadie, nadie, podrá acallar nuestra voz aunque tengamos que hablar a voces en la Carretería, en la plaza de Zocodover o donde puñetas viva el sursum corda y su pajolera madre. En el parque de mi barrio, Martín Fierro, con su inveterada chulería me consuela: «La Dolor...es una desdicha que se desvanecerá pronto». No sé si la negra del cuento habrá captado el mensaje del gaucho. Pues, ea, ánimo que ya queda poco. Que si no se va con los que tienen las perras en las islas Caimán, la echamos.
Para terminar, quiero enviar a Santiago Mateo todo mi agradecimiento y mi cariño. Sin él, servidor seguiría siendo un escritorzuelo de la secreta; este periódico ha hecho posible que en infinidad de ambientes se me conozca, lo que no es poco. A su mujer, Ana, mi respeto por su discreción y saber estar. Un fuerte abrazo solidario para todos los trabajadores de la casa. A los que no han permitido que el periódico siga, mi desprecio y una admonición severa: Dejáis el mundo peor, más embarrado; antes o después os mancharéis las botas de mierda y allí habrá un periodista que os retratará sin más adorno que el de vuestra propia ignominia. Vale.

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