Perséfone y las palomas
Hoy llego tarde. Razones de peso me han impedido cumplir con
mi compromiso. Vivo en Cuenca, no lo olvides, aquí todo llega tarde, incluso la
primavera que apenas empieza a tocar con sus dedos las ramas yertas de los
árboles (los almendros estallan en el campo mientras que los prunos ciudadanos ya
colorean y se pintan de rosa pálido). Esta mañana también llueve. Las fuentes
fluyen a borbotones emitiendo un ruido primigenio que tanto me calma. Rosa,
lluvia y verde. Es cierto, despunta la primavera. La primera luna está a punto
de cuajar tras las nubes henchidas de agua y con ella las procesiones, los
sermones imposibles, el caballero de capa y sombrero «llevando un cirio en la mano»; tras ellos, con ensoberbecida
humildad, las damas postulantes de negro, no sé si todo, con mantilla y misal
impreso en papel de arroz. Si no miras a ese lado, la vida atruena y se
multiplica bajo los aleros: picapinos, truchas de acero inoxidable, pequeñas cucarachas
junto a los fogones. He plantado esperanza: lavanda y rosales de colores encendidos.
Soy moderadamente feliz, como tú: sin exagerar, lo justo, si no fuera por la
bandada de palomas que me anidan en el tejado y lo dejan todo lleno de excrementos,
la vida sería perfecta. ¿Paloma de la paz? Ratas con alas. A cada momento oigo
sus zureos, me despierto con el aleteo de decenas saliendo a buscar lo que sea
que coman entre la basura. Algún imbécil las alimenta con miguitas de pan duro.
A veces, sueño con ellas, me empujan hacia un oscuro precipicio por donde caigo
hasta que me despierto empapado en sudor. Tendría que ir al médico a ver si me
cura el mal de altura. Con las palomas no hay remedio, si te ocupan la casa,
estás perdido; menos mal que no son gaviotas, dice uno de Valencia.
Ya no te canso más. Me voy a pasear por la orilla de río a
saludar a las ardillas, los picapinos. No, la Cospedal estará en su casita
elaborando una lista de sandeces para romper la magia de Perséfone.
Comentarios
Es hermoso leerlo a usted desprevenido (o aproximadamente). Quizá sea ese el remedio al mal de altura.
Aquí también llueve. Y, a pesar de los ere, el campo florece.
:)