Tiene que llover

Mientras escribo, un puñado de adolescentes se afana en rellenar un cuestionario de evaluación. Están nerviosos y preocupados porque sobre el papel tienen que prever cuáles habrán de ser las notas, las razones de las mismas y las posibles soluciones al hipotético fracaso. No, no se trata del Pisa que aquí no llega, como la manga riega, ni de la absurda evaluación gestionada desde la Junta de Comunidades por un instituto que desconoce la realidad de las aulas y, en consecuencia, de la enseñanza. Es simplemente una ocurrencia del tutor, servidor de Vd., avalado por la orientadora que sabe hacer unos cuestionarios muy simpáticos, tanto que los nenes van a utilizar colorines, pinturas acuarelables, hojitas adhesivas y marcadores plastificados para hacer más llevadera la tarea. Además, gomets, papel vegetal y acetatos con que embellecer el folio para que lo vea el inspector, tan bonito, a ver si me asciende el hombre que buena falta me hace.
Cuando la faena termina, el runrún sube, el profe se enfada –servidor de Vd.–   grita, grita más y más, se desgañita; cae abatido como polilla atrapada en la luz abrasadora de una candela. Tampoco lo van a ascender hoy. Como cada día, un amable ujier le acerca el periódico, este periódico, el Día, subrayado. Encerrada entre sus páginas truena poderosa la voz de la de Cospedal que tiene un plan, dice: «tengo un plan, temblad». Resumo: la emperatriz de Babia amenaza con resolver el paro obrero echando a la mitad de la administración a la puta calle para que aprendan lo que es bueno. Suena el timbre. Tiene que llover.

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