Cuento

No sé si ya te sabes el cuento del caballero que se pasó la vida buscando dragones. Recorrió el mundo en su espléndido corcel y aprendió todo lo que se puede aprender de la caza de esos bichos: sus puntos débiles, el olor de su sangre viscosa, la dureza de sus descomunales escamas. Una vieja babosa le confesó el lugar donde se halla el sitio exacto para darles muerte y otra le preparó un brebaje con el que entontecerlos antes de remangarse para darles matarile. Sus hazañas fueron cantadas por la gente que lo admiraba por su inteligencia y coraje. Jamás vio un dragón.

El pringado se hizo viejo poco a poco, --los dioses, dueños del tiempo, no quieren que nadie se libre de su huella--, y ya no podía recorrer los caminos a causa del dolor de huesos que produce el roce de la armadura. Un día de invierno, cuando el campo estaba blanco como la leche en polvo, se instaló en un establo que había a las afueras de un pueblecito; allí con paciencia y subvenciones reparó el edificio, puso puerta, instaló estufa, se vistió con sayos negros y decidió abrir escuela para enseñar a la gente cómo se cazan dragones. Pero como la materia era escasa, el cuento da para poco, amplió el currículo con lecciones para advertir a los nenes sobre lo malo del sexo y lo bueno de la abstinencia. A los mejores les contaba, además, los misterios del cilicio cuando penetra en la carne y a los más cándidos no sé, los críos salían lagrimeando de un cuartucho.

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