Homenaje al Mota

Ayer hubo un homenaje al Mota, otro. En el acto, un servidor leyó lo que sigue:

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Hay cosas que es preciso hacer a solas. Muchas. Aunque vayan dirigidas a un público exigente es preciso hacerlas solo. A mí no me gusta trabajar a solas, no me apetece, por eso las dejo sobre la mesa para que el tiempo con su pringue las vaya escondiendo en el lugar más remoto, más inaccesible. Entonces llega el Ángel Suarez y las despierta y surgen desde el inconsciente de la mesa como un fantasma. Para poder acercarte a ellas les quitas la grasa amarilla, la peor, y te aprestas a faena.


Esto viene a que no me gustan los homenajes a los amigos porque la muerte me provoca sentimientos que no me gustan, en absoluto. Que no.


En esas andaba cuando empecé a escribir sobre el Mota a solas, rodeado de una montaña de libros todavía vírgenes que me recuerdan la urgente necesidad de huir de mí mismo. Tras cada párrafo eliminado con indolencia, salía al aire del balcón a respirar profundamente porque el humo de los bits cuando se queman es muy dañino y te enreda el pensamiento y te confunde como la voz de las sirenas confundían al viejo Odiseo.


Tras un párrafo, otro y otro; enmarañados en las tripas del ordenador, formando un ovillo inextricable donde se mezcla el recuerdo con la imaginación: Ya sabéis que un amigo es lo que fue y lo que de él imaginamos, por eso no os aseguro que lo que aquí cuente sea verdad…, ni tampoco mentira.


Conocí al Mota por intermedio de José Vicente Patón. Había un grupo de teatro, el Grupo VIII, que necesitaba actores para interpretar HOMBRE, un montaje de Ángel Luis sobre textos de León Felipe y Blas de Otero (lo mismo había más poetas, pero yo no me acuerdo). En la obra participaba el Rodri, Marino, la Mariaje García Díez que en gloria esté, Carmen Utanda, el Patón y no sé cuántos más (creo que una que se llamaba Pili, pero tampoco me acuerdo). La obra era un poco roja, sobre todo para un hijo de su madre, un asusta niños que era entonces el secretario del Gobierno Civil y que nos mandaba a un guardia de la secreta (el pobre Pablo que en paz descanse) a casa, a los Tiradores. El policía cumplía con el protocolo: primero subir la cuesta llena de cantos y luego asustar: «Señora Justa, que el chico no se meta en líos, que lo mismo pierde la beca tan buena que le ha dado el Caudillo».


Hombre, la obra, empezaba con una rueda de voces. Al comienzo de la función todos recitábamos a León Felipe con tono monocorde, en plan teatro experimental. Decíamos:


El Hombre, el Hombre es lo que importa.
Ni el rico, ni el pobre importan nada...
Ni el proletario, ni el diplomático,
ni el industrial, ni el arzobispo,
ni el comerciante, ni el soldado,
ni el artista, ni el poeta
en su sentido ordinario y doméstico
importan nada.


Se me quedó tonillo a modo de letanía y el mensaje. Hay poetas que tienen la habilidad de cambiarte la vida con sus poemas. Hay personas que tienen la habilidad de cambiarte la vida con sus acciones.


Viajábamos por la provincia. En mitad de la función había que hacer el tonto en el escenario; lo llamábamos improvisación. Gracias a eso estuve a punto de ganarme una manta de hostias cuando jugaba con un globito rojo en los Palancares ante una legión de flechas. El Mota me contó que según yo hacía sandeces con el globo subía el runrún entre el público y que se oyeron voces disconformes con mi magnífica interpretación que bien podrían haber terminado a guantazos.


La obra fue tan celebrada que incluso se interpretó en un sórdido local de Toledo perteneciente a un sindicato entonces clandestino, CC.OO.


Luego, vino Antígona que jamás se representó por no sé qué, a lo mejor porque el cuadro de actores se desperdigó en Madrid, entre cafetines y facultades. Después ya no me acuerdo. Yo seguí con el teatro en Magisterio, hicimos el retablillo de don Cristóbal. Y fin. Se acabó mi sueño de trabajar en el María Guerrero.


Como miembro de la junta directiva de la Asociación que nos reúne, sería vocal o algo así, participé en las cinco semanas de teatro. En la primera compré una paloma por una pasta (un sinvergüenza me sacó quinientas pelas de entonces por el bicho). En la foto de Arturo Luján estamos todos. En la segunda semana, creo, el Mota me encargó el cartel. Yo lo había diseñado distinto: estrecho y largo, con recortables de piratas arriba; abajo, el mes arrancado del calendario de Espigas y Azucenas de mi madre; los siete días que duraba el evento estaban tachados con una pintura roja. Al capitoste de la Caja no le gustó porque (se preguntaba el lumbreras, qué puñetas pitan unos piratas en una semana de teatro independiente) y al final se imprimió un cartel a la medida del gestor, una cosa más fea que Picio. ¡Ea!


Luego hicimos más cosas juntos. Por ejemplo, participamos en un periódico semanal donde jamás quisimos que apareciese nuestro nombre, por vergüenza, allí Ángel Luis escribía una columna. Estos tipos nos dejaron a deber una pasta.


Unos meses antes habíamos iniciado Diálogos, una revista de educación donde en cada número metíamos la expresión: «ramillete de escogidos…» (por ejemplo «ramillete de escogidos versos, ramillete de escogidos libros, ramillete de escogidos profesores»). Era nuestra seña de identidad, la garantía que autentificaba el producto.


La sección «Papeles» en Crónicas de Cuenca, y la Columna Cinco. A lo mejor no lo sabes. Seguro que no lo sabes, pero el Renato del Mota es un trasunto del Renato de Muñoz Seca. Otra vez el teatro. Renato es el álter ego de un don Mendo vengador; un juglar que hace ripios de mucha risa.


Antes habíamos trabajado en El Diario de Cuenca, El Banzo, Carpeta, Gaceta conquense. Y más de lo que ya no me acuerdo.


Ahora, a un año vista, hay más recuerdos que se me amontonan en la cabeza, pero esos son míos y, si te he de ser sincero, a ti no te importan por eso no te los voy a contar. Sólo te diré que Ángel Luis era el alma del grupo y que desde que se ha ido el grupo está resentido, como ausente. Triste. Y yo también.

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