Cuentos

La llave de la habitación prohibida de Barba Azul descansa sobre la cómoda. Al fondo del pasillo, el territorio exclusivo del marido, el lugar donde se pudren los cadáveres de las otras esposas. Si hacemos caso a los que saben, los cuentos tradicionales no enseñan nada, van dirigidos al universo simbólico de los niños (no sé si para ellos también de las niñas), donde anidan como las ratas en mi gallinero.

En la misma calle vive Caperucita con su mamá. Lo más seguro es que el padre esté trabajando lejos; en los cuentos, casi todos los padres son leñadores o reyes de reinos lejanos. La madre prepara, cosa de madres, una torta para llevársela a la abuelita que vive a tomar por saco, sola, a lo mejor guisando para los hombres que habitan las entrañas del bosque. Caperucita es rubia, un proyecto de mujer: una niña hermosa, un poquito alocada. Piaget diría que la guacha tiene un pensamiento simbólico en donde las palabras trascienden su significado. El lobo, al igual que Barba Azul, representaría el mal; las niñas, la sumisión; la ministra de Igualdad, desde luego, la «incompetencia» por meterse donde no la llaman (es ironía).


En los cuentos tradicionales la acción transcurre en paisajes cotidianos, lugares en donde se repiten hasta el aburrimiento modelos de desigualdad ocultos detrás de una trama muy sencilla. Cada personaje ocupa el lugar que le corresponde según su condición social, se trata de un mundo lleno de estereotipos, ordenado como la ideología del que lo cuenta; un pozo de donde sólo se puede salir con la ayuda del hada madrina.


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