Elegir al juez

Si me dieran a elegir a un juez para cuando la vieja Moira me corte el hilo y se vaya todo al carajo, te puedo asegurar que no elegiría a Garzón. Ni a Garzón ni a la mayoría de las señorías del Supremo. No es que no me guste don Baltasar, es que no me fío de que sea capaz de perdonarme los pecadillos porque tiene cara de juez, no hay más que verlo; tieso como un ajo, con una voz así que le sale desde el garganchón, pelicano como quien dice que sabe más por viejo. Si me dieran a elegir, me quedaría uno gordo, hermosón, harto a comer y a beber vino; uno (o una) con la sonrisa permanente, los ojillos pizpiretos y las manos como cazos. Callado; lo peor que te puede pasar cuando te pesen el alma es un tipo envarado te eche una bronca divina para que te vayas al infierno cabreado y con cara de gilipollas.

Pero me da a mí que no me van a dejar escoger porque mi abogado no se llama Trillo. Además, me han dicho que a los jueces gordos los van a echar al cielo de abajo porque se ha estropeado el ascensor y con tantas escaleras celestes se corre el riesgo de que al inquiridor le dé un «paralís» y no están los cielos para andarse con tonterías. Menos mal que a Garzón lo van a inhabilitar porque instruye mucho; ya lo había profetizado san Escrivá una noche en la que predicaba las virtudes del Glorioso Alzamiento: «en boca cerrada no entran moscas».

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