Cospedal

Cospedal está en Babia, como ausente, ajena a la realidad o quizás inserta en ella. Para ser más precisos anda muy cerca del Luna, un regato que jamás llegará al mar. En Cospedal hay vacas, pero menos que antes, y veraneantes. Cardos, un puñado de casas y gatos que maúllan a deshora. Te aviso de que Cospedal es una aldea, un lugar en cuesta vigilado por una antigua iglesia sin techumbre en el norte de León. A lo que se puede ver, se asemeja más a un holograma del pasado que a un lugar con futuro; sin embargo, en verano se vuelve un sitio repoblado por cuneros, pero se queda medio vacío cuando el refrior avanza desde el valle de Valdeovejas.


Me gusta Cospedal, el pueblo, por su cortedad, su simple geometría, el trazado irregular de su discurso en aquellos andurriales llenos de cantos, de castaños enormes y de nubes arreboladas. Tanto me encanta que si pudiera me iría allí a escribir novelas de piratas traidores que capturan tesoros en la inmensidad de un mar absurdo para ofrecérselos a un rey perezoso que mira pasar el tiempo frente a un espejo de aumento.


Es curioso el parecido entre el paraje y la señora. Discurre María de los Dolores Cospedal como el río Luna a su antojo, ajena, en Babia, a la realidad del hermoso pueblo donde veranea. Desde el cerrote Montihuero vislumbra el calmo fluir provinciano; aunque, «semprer fidelis», dispuesta a la acción. Ahora le han mandado represar con mentiras al Tajo para que desemboque, seco, en el Mediterráneo, muy cerca de un campo de golf.

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