Ruido mediático

Vivimos tiempos apasionantes, tiempos de cambio. Me fascina ver cómo la vida se nos hace más fácil y a la vez más compleja. Tenemos posibilidades ni siquiera imaginadas hace apenas veinte años. Pero el progreso, basado en la democracia, tiene un coste: nunca antes hubo tanto imbécil encaramado sobre la espalda de los medios de comunicación. Claro que de eso precisamente viven los medios, de llenar espacio con declaraciones de impacto donde no falte algún aserto ridículo pronunciado con gravedad.

Me acuerdo que mi abuelo, el único que conocí, era un hombre parco en palabras. Vivió una guerra y sufrió por ello pero jamás me contó ninguna batalla; las he sabido después por referidos ajenos. Siempre he pensado que para mi suerte no podría vivir con la misma intensidad que mi abuelo el fatalismo español: no he perdido una guerra, ni he pasado hambre; tampoco veré a mis hijas sirviendo en casa ajena. Y, sobre todo, sé que la medicina paliará con más eficacia mis enfermedades. Si me comparo con él, soy un privilegiado. Un privilegiado y un infeliz rodeado de un ruido mediático que repite y repite discursos impostados, ajenos a mis intereses, hueros porque el gallo que fecunda las ideas se ha quedado alelado mirando a personajes de papel, impostores, impostoras, que pugnan con otros para ocupar la cabecera y desde allí propagar su nadería.

Mi abuelo terminó sus días rumiando en silencio el ruido de los recuerdos cuando la parálisis le atenazaba medio cuerpo. Decir que tuvo suerte es literatura; no lo envidio, salvo porque nunca supo lo que pasaba en el mundo.

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