Ecología de celuloide

Muchos de nuestros jóvenes se han educado viendo en la televisión las películas pringosas de Walt Disney. En ellas, los nobles animalitos conviven con princesitas desgraciadas a las que una madrastra infame obliga a realizar tareas de plebeyos. A veces aparecen hombres, haraganes, que las enamoran y se las llevan en un caballo blanco hacia un indefinido horizonte. Pero a mí me gusta el cine de Disney. Me chiflan sus princesas y sus enanos cantarines. Me encanta el mensaje que flota entre nenúfares y cervatillos atontados bajo la bóveda del bosque.

Este cine cumple una doble función, entretiene a la vez que consigue que nuestros niños ahormen su ideología a las necesidades del mercado; cine y palomitas, hamburguesas y perritos calientes, ecología de paloduz y derechos humanos para los bichos salvajes del campo. Menos mal que existe la Belén Esteban para recordarnos en qué país vivimos. Sin embargo, tras de la caspa de la napias bulle el reciento de la multinacional que nos incita a fabricar anatemas contra quien mate por ejemplo a una mosca por muy cojonera que ésta sea. En consecuencia no es de extrañar que los nenes abominen de los toros porque consideran las corridas como un espectáculo concebido para que un público sádico vocifere.

No contradiré a los amantes de los animales, (me gustan mucho si están en su punto); ni escribo esto para defender la fiesta (sólo me extasía José Tomás). Simplemente me limito a constatar lo que pasa en el ruedo ibérico antes de que un iluminado me obligue a comer verdura, poca, porque las plantas, pobrecillas, también tienen sentimientos.

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