Por no hablar de política

Pedrillo, que en paz descanse, tuvo de joven una novia hermosa, de buenas carnes, con la que pasaba el rato hablando de naderías. Pedrillo era muy espabilado y sabía que a las novias de antaño había que aburrirlas para que perdieran la perspectiva y como moscas meleras quedaran presas de patas en el tedio. Luego se echó otra, más emancipada, que lo coronó rey del mambo con la mitad de la parroquia del bar al que acudían a beber vinuzo del de entonces. Al cabo de años, Pedrillo se murió del último mal un día que nevaba y lo llevaron al cementerio en un ataúd que acabó blanco como queriendo decir que el muerto era un alma pura. La primera novia se metió a cajera en una floristería de Madrid para imaginar que todos los caballeros que por allí pasaban la miraban con descaro, cosa cierta debido a su espectacular canalillo, y hasta hubo quien le regaló una margarita como de cera. La segunda se hizo no sé qué para poder ganar buenos cuartos.

Nunca se conocieron las dos novias del Pedrillo y no consta que ninguna acudiera a su blanquinoso entierro; el pobre Pedrillo apenas si fue un frágil esquife que atracó en tan gloriosos muelles para seguir después rumbo hacia donde se curva el horizonte. Pedrillo siguió buscando, pobre iluso, ensenadas en las que arrojar el ancla, cálidos puertos donde el viento suave del sur le acariciase sus escasos cabellos mientras contaba historias imposibles. No los halló, quizá por eso se murió solo mirando cómo un sol cansado se zambullía en la mar salada.

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