Marichalar

Desde la sala noble lo cambiaron al ruedo ibérico donde lo escondieron tras la barrera. Estaba impecable como un señorito de provincias: pañuelo y corbata de seda, abanico rojo en la mano izquierda, traje y gesto hechos a medida. El que fuera Grande de España aparecía enhiesto como el surtidor de Silos, sombra de lo que fue, vago recuerdo de un sueño. Todo él sonrisa, una sonrisa recogida sobre el prominente mentón que le disimulaba la mirada perdida, una mirada como esas que se vuelven adentro cuando se anda extraviado por entre los recovecos de la vida. Estaba solo. Habían puesto a Jaime solo entre gentes de humo, personas enajenadas que tampoco miran a nadie. Solo como un intruso en el callejón, a resguardo del toro herido, también de cera, que se entrega a la caricia punzante de la muerte.

El jueves pasado, un par de tipos con cara de enterradores de muñecos cogieron el figurín por la cintura y lo llevaron a la habitación donde se almacena lo efímero o quizá a otra donde se recicla lo usado. Parecía un trasunto del odio proverbial de la Patria. No quedará nada, apenas unas pocas semillas en no sé cuántos guachos que ha tenido con la Infanta (te juro que no lo sé), cuando la Iglesia de Roma promulgue con toda solemnidad que jamás existió el matrimonio que tantos vimos en la catedral de Sevilla. Al final de la historia, el protagonista volverá en su calabaza tirada por ratones grises a un palacio chiquitito con vistas a la sierra para deshollinar cada día la marmórea chimenea francesa.

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