La cámara

Me acaban de regalar una cámara de fotos. Es que ha sido mi santo y, en compensación, me ha caído una magnífica máquina japonesa que retrata con fiabilidad espantosa lo que me rodea, dicen. No sé las perras que ha costado, eso es lo bueno de recibir regalos; pero sí sé que me la merezco porque he sido bueno: apenas si he dicho tacos en público, he estudiado mucho y, además, he fregado los cacharros (vale, lo reconozco, con desgana).

Nada más recibir el paquete, lo abro ansioso. Rompo la caja. Dentro, ya lo he dicho, el deseo. Lo pruebo disparando un montón de fotos frente al espejo, encuadrando con esmero con la sana intención de que se me vea todo el careto. Es digital, moderna, y con una memoria espantosa. Descargo el arsenal de retratos en el cabezón y compruebo con angustia que no aparezco en ninguno. Las fotos están vacías (es una forma de hablar), y únicamente se aprecia en ellas, eso sí con mucha definición, la pared desconchada que hay detrás de mí. Las fotos son preciosas, pero yo no salgo. Pienso en que a lo mejor no existo, o que no existe la cámara y que todo es fruto de un mal sueño. Vuelvo a montarla y repito el proceso, ahora con mejor luz frente a la luna rota del baño. Sonrío y disparo una y otra vez. Suena la cortinilla del obturador. He cuidado la iluminación y apenas si me he movido. Miro el resultado. ¿Por qué se esconde Rouco detrás de mí? Mierda de cámara, sólo me saca las obsesiones.

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