Ratones

Estaba viendo la tele, supongo que alguna gilipollez de la Belén Esteban y su comadre la Campanario; digo que estaba delante de la tele, pensando en cómo hemos llegado a ser tan imbéciles, cuando vi moverse un bicho pequeñito: apenas dos o tres centímetros de alzada, es difícil precisar más, pasó como una exhalación, fue visto y no visto. Con el tiempo he sabido que era un ratón, un ratoncito de campo, un animalillo gris que me está amargando la vida con la horrible costumbre de dejar constancia de su presencia por donde pasa. No, ruido no hace mucho, por la noche apenas si oigo los chillidos ahogados de los protagonistas de las novelas del siglo XIX antes de ser digeridos. Aunque lo peor no es que se coma a Emma Bovary, lo peor es que lo deja todo perdido de excrementos; el ratón siempre fue libre: la libertad verdadera consiste en llenar la ciudad de mierda, según preconizaba el sabio Beodo.

He comprado veneno, unas pastillitas de efecto retardado por si hay más de uno; cepos, ocho; he instalado un aparatito electrónico que según la propaganda los ahuyenta. Nada me da resultado. El último recurso ha sido meter esta misma mañana un gato en la habitación y cerrarla con llave: a grandes males, grandes remedios que decía Aristóteles. Me acabo de asomar para comprobar que Micifuz está gravemente herido: ¡un ratón que acosa a un gato!, imposible; el roedor no está solo, al igual que el sindicato Manos Limpias (?) tiene simpatizantes en las altas esferas que le prestan ayuda cuando lo necesita. Digo yo.

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