Olor a mar
El verano se me ha acabado. Ha sido visto y no visto. He vuelto empapado en cremas protectoras y en frustraciones, de ahí lo del gesto adusto; o sea, que he venido quemado y cabreado. Inmediatamente me he puesto a la inmensa tarea de retomar el trabajo atrasado. Fichar por la mañana a la hora en punto, clasificar y repartir impresos por todo el edificio, sellar debidamente los documentos, escribir al dictado de un incompetente, guardar en la papelera... Si eres oficinista no te voy a contar el enorme lío que llevo con los papeles; si no lo eres, por mucho que lo intentes no lo vas a entender. Al regresar he comprobado que la Marivane sigue igual de hermosa, pobrecilla, qué lástima de mujer; el Leovigildo, ¡ea!, imagínatelo argumentando con vehemencia contra el señor director. Todavía no te he dicho que en el despacho somos tres y un poto; como hermanos, así nos llevábamos antaño; yo soy el más viejo, la Vane es la joven. Todos solteros. ¿Como hermanos?, ya no; desde hace unos años no soporto a ninguno de los tres (me incluyo), te soy sincero, a ninguno; ya es mucho tiempo viendo las mismas caras de vinagre, oyendo las mismas sandeces a todas horas, regando la misma planta invasora, escuchando la música ratonera del móvil. Menos mal que desde el montón de correo sin archivar me llega a veces, sólo a veces, un sutil aroma a mar que me transporta en volandas a la playa donde un cabrilleo de olas me lame los pies con su lengua de agua, y me siento libre.
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