Auctoritas

En mi pueblo había un tipo, Marcial, que tenía muchas hijas. No, hijos, ninguno. Vivían todos de lo sacaban despachando vino y creo que con cierta holgura porque a la gente le gustaba ir al bar a hablar de cosas y a comer olivas. Me han dicho que Marcial trabajó desde su juventud detrás de la barra para sacar a delante a la prole, no sé cuánto pencó porque siempre lo recuerdo viejo y cansado, sentado en una silla de anea y mandándoles a las hijas con su voz de repetidora: oyes, que ti tú despacha a éste; oyes, que si tú friegas los vasos; o, mismamente, diciendo a la parienta con una firmeza inexplicable que friese los calamares con poco aceite. Marcial tenía autoridad; dicho y hecho, sin rechistar; una autoridad que ahora llamaríamos liderazgo (por decir) que es cuando el mérito no está en mandar, sino en que te obedezcan. Al viejo, las hijas lo querían, lo respetaban y, no sé por qué, lo obedecían; su «auctoritas» no necesitaba de sindicatos, ni de Esperanzas, le bastaba con haber inculcado a los suyos la certeza de que el mundo se había creado para que él lo administrase.
No defiendo a Marcial, es de otra época, como también lo son todos aquellos que exigen a la administración que les devuelva el prestigio perdido. Antaño la autoridad se construía en la certeza de que quien la posee es honesto, justo, esforzado y sabio. La que se reivindica ahora en la prensa sólo es la triste caricatura de un trasnochado autoritarismo para poner en solfa a los bandarras.

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