El fin de la Historia

Parece que el capitalismo no se sustentaba en pilares tan firmes como creían los neoliberales. Fukuyama, de hecho, había predicho el final de la Historia, esto es: el fin de las guerras y de las revoluciones sangrientas; el politólogo nacido en Chicago había profetizado el advenimiento del hombre feliz bajo el manto protector del libre mercado. Vale, pero sólo hizo falta que unos tipos trincaran más de la cuenta, Madoff o Stanford, y el tenderete se ha resentido gravemente: sigue habiendo guerras, la gente buena continúa luchando a vida o muerte contra la opresión, y aún perduran los dictadores de opereta haciendo daño: Ahmadineyad o Raúl Castro sin ir más lejos. El Estado, menos mal que no ha desaparecido, se ha aprestado a apuntalar el sistema inyectando un chorro de dinero tan inmenso que muchos no podemos ni imaginar y gracias al cual parece que asoman en el erial de la economía algunos brotes verdes. Pero el Estado, que somos todos, no puede ejercer toda la vida de empenta de un sistema tan frágil y necesita reelaborar la norma para que la salida de la crisis no sea un espejismo; en esas anda Obama no sin las críticas de los responsables de lo que está pasando, los republicanos. En España los del PP piden que bajen los impuestos de los yates, y se nos muere en la India un santo laico llamado Vicente Ferrer. Además, y por si fuera poco, los hijos de puta de ETA asesinan a un inspector de policía en Bilbao. La Historia no ha muerto, qué va a morir con tanta injusticia.

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