Días de ratones

Había comprado un veneno buenísimo para los ratones; ya sabes, ecológico, biodegradable; testado en los mejores laboratorios para que los bichos de las narices se mueran sin mucho alboroto, dulcemente. Un dineral. Es carísimo tener conciencia, te lo digo como lo siento. Provisto de guantes, mascarilla como la de los griposos y gorra con el logotipo de unos piensos compuestos para gallinas se personó en el cuchitril en donde estos seres crían. Dos tabletas bajo una teja y otras dos entre los sacos roídos; todo era esmero, al fin y al cabo el embajador de la parca debe mostrar la adecuada diligencia para anunciarla. Los ratones aún no saben la que les espera, por eso trajinan entre montones de ropas viejas, por encima de facturas antiguas de la luz o de poemas crudos, de esos que esperan a que el tiempo les arranque los versos a fuerza de olvido. El tipo, quizá tú mismo, no tiene ganas de pensar: está harto del olor, de los montones de diminutas partículas, harto de ratones deshaciéndole burlones los recuerdos. Si no hubiera sido por la ira que embrutece, el exterminador habría sabido que es inútil luchar contra las fuerzas que se confabulan para que del hombre no quede memoria; habría reconocido en los bichos a los agentes de esas fuerzas y, quizá, hubiera podido pactar con ellos. Cerró la puerta y se olvidó de todo. Tres días después comprobó que había más ratones y menos papeles, más montoncitos de polvo gris y menos veneno. Aterrado, vio cómo sobre un libro inédito, forrado con plástico amarillo, uno horrible dormitaba aburrido.

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