Viento del Norte

Hace frío, un frío tonto, el frío de cuando marzo marcea. Y viento, también sopla el viento; no es bastante: un tipo listo me ha dicho que sólo un viento intenso puede limpiar el mundo. Creo que habla en sentido metafórico. Al atardecer, la calle se llena de gentes que huyen aprisa de esta cotidianidad tan gélida para guarecerse en casa. Menos mal que aún quedan amigos, pocos, con los que tirar la tarde poniendo a parir al mundo. ¡Ah, si Barreda pudiera escucharnos por una rendija! Es la vida provinciana que pasa despacio mientras afuera el viento se esfuerza impotente. Corre el vino (no tanto), sobre la mesa de mármol. Qué aburrimiento. Sólo los hijos nos hacen aparecer mejores (los nuestros, por supuesto), y sus pequeños éxitos se convierten en hazañas que nunca nadie ha conseguido en una divertida carrera que siempre acaba en la infancia. Luego, o a lo mejor antes, le toca Hernández Moltó, presidente de la Caja. De pobrecillo, nada. Yo prefiero las pipas tostadas porque me dan tiempo para perderme por los vericuetos de la memoria. Cada uno tira la tarde como quiere. Sobre las nueve, la semana santa. Digo que me voy a casa, que ya es suficiente, que no soporto hablar ni un minuto más de esa extraña procesión de anonadados por la nada asombrados por la oquedad de lo que está vacío. Se obceca el viento del norte soplando afuera con la quimérica intención de doblar las horas para que se plieguen sobre sí mismas y, si ponemos empeño, arrojar el presente a un futuro más inspirado.

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