Amigos


De muy joven, siendo un servidor estudiante, iba a tomar vinuzo a un bar de Alcalá de Henares: casa la Chata, a duro el vaso. Era un bar de putas; un bar amplio, luminoso; un bar sonoro donde se mezclaban las voces y las canciones de Jorge Negrete con el humo turbio del deseo. La Chata, que en gloria esté, presidía la barra con la majestad propia de la caporala que vigila desde la distancia a su ganado. Era vieja la vieja y, porque un novio se la había rebanado de un mordisco, ocultaba el agujero de la nariz con una ancha cinta de raso a juego con el vestido. Era la musa de un poeta perdido, la Erato del quinceañero que observaba el espectáculo desde la máquina de discos, fascinado. No hablaba la dueña, le bastaba mirar a las lumis para que éstas mostraran en todo su trágico esplendor ante la clientela la carne magra que no se vende si se esconde en el arca de la pudicia.
La Chata, no lo sé, debió de tener hijos, es un suponer, que a lo mejor ocupan puestos de responsabilidad, o quizá no. Sin embargo, conozco a uno que, cuando nadie lo ve, tararea canciones antiguas. El tipo usa una colonia que huele a esencia de limón y a hierbabuena. Casi apostaría a que para pasar el rato retuerce con gracia el aire que lo envuelve mientras taconea sobre la tarima. Un buen tipo, callado y sensible dispuesto a clavarte una cabritera por cualquier tontería y después invitarte a su casa a charlar de poesía. Un amigo.

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