Guerras y dioses














Cuando hace frío, mi dios suele instalarse en un sillón de orejas junto a la chimenea mientras con su espada flamígera aviva el fuego donde se asa la panceta; luego rodeado de amigos, dioses venidos de todos los confines del universo, juega al mus y bebe vino hasta las tantas de la madrugada. Este dios se parece a mí, lo he creado a mi imagen y comparte conmigo vicios y frustraciones. Es un dios utilitario que, «probablemente», no exista más que en mi imaginación. No me importa; mi dios no es dogmático, ni intolerante; no aspira a controlar voluntades ajenas ni quiere que nadie le rinda culto. No lo necesita porque tiene buenos amigos y todo el tiempo del mundo para ser feliz. Por eso mi dios no entiende la guerra de los autobuses donde unos y otros se arrojan hedonismo y pecado a manos llenas mientras los parados llegan ya a más de tres millones.
En Palestina, hay también una guerra donde sí hay muertos, niños muertos, ancianos muertos, jóvenes muertos a centenares. Todo esto ocurre cuando las ideas se revisten de acero y se vuelven inflexibles, y dios lo permite, quizá, porque al que vigila aquella zona no le gusta el vino ni echa la tarde a lo tonto asando panceta en la lumbre de algún cielo inescrutable. O a lo peor, es un dios sin amigos, un dios solitario, un misántropo. Uno hecho a imagen y semejanza de los hombres que gobiernan aquella desolada tierra con la compasión del lobo y la inteligencia del cordero. Un dios terrible al que habría que despedir.

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