Allá a lo lejos

El tiempo, con la levedad de una vela, se alarga en estos días blanqueados y fríos. Ni siquiera en enero es normal que la nieve lo tape todo con su manto, pintando el campo de hielo picado y polvo de harina. El hombre, roto, se refugia en la casa mientras ve cómo el mundo de afuera continúa marchando al trantrán de las sonámbulas horas. Escucha una música tristona y toma la medicina. Hoy no apetece leer, ni escribir. Sólo dormir y dormir para que el tiempo pase de puntillas y no le arañen los segundos con las uñas. Ha llegado el momento del «no» y se yergue como puede pues le duele todo; entonces grita que no, que le trae al pairo lo que pase en Estados Unidos, que el problema lo tiene en la puerta de su casa o en el maldito curro y no hay nadie para resolverlo, nadie, ni san Obama ni san Obamo.
Cuando el «Prozac» empieza a hacer efecto, una sonrisa enigmática le aparece apenas dibujada en el rostro. Qué maravilla esta medicina que te forra de plástico para que el infortunio resbale hasta el suelo y desde allí se derrame por las alcantarillas imaginarias del desdén.
En los altavoces se oye ahora un himno gigante de ilusión porque gracias a las pastillas y a los medios de comunicación se ha producido el milagro: un tipo afroamericano ha sido revestido con el manto caliente de la esperanza para resolver todos los problemas del mundo. ¿Todos? No, en el trabajo no hay calefacción y una chufi sigue criticando al abanto a escondidas.
Comentarios
Eso sí, suscribo todo lo dicho en el artículo: poco ganamos saludando a las barras y estrellas mientras falta el trabajo a la vuelta de la esquina.
Un abrazo,
Nacho.