Timos

Un día llegó el del banco a casa de la tía Carmen. De tan atildado, parecía un figurín: traje, corbata y zapatos de un lustre inusitado. Tía Carmen, dijo el presumido, todos los cuartos que ha escondido debajo del colchón y que no le producen nada pueden invertirse en fondos solventes con un interés mínimo del equis por ciento; usted no tiene que hacer nada, déjenos a nosotros. La única condición, prosiguió el pimpollo, es que meta los billetes en nuestra cesta (digo, sucursal) y espere pacientemente a que le lleguen los dividendos al final de ejercicio. La tía Carmen desconfió del de la corbata: ella no tenía los dineros debajo el colchón, sino que los había escondido en la alacena, dentro de una lata de galletas; además, no entendía las palabrotas que usaba el guaperas. La tía Carmen es vieja, tanto que en las arrugas de la cara cabría un avemaría; y, aunque desconfiada, vio en el presumido un buen fondo por lo que desechó la idea de que tuviera segunda intención; el tipo sólo parecía querer ganarse honradamente la vida. Es caso es que, después de mucha ida y vuelta, cedió y se apuntó a la cosa. Tú, en cambio, escucha ben: si algo no se entiende, lleva gato encerrado.
La vieja no entiende de papeles; mejor, porque los números del banco decrecen con incontrolado empeño. Si metió equis, le queda la cuarta parte. La mujer oye cada día en el transistor la que está cayendo, pero se siente segura porque le ha encendido una vela a la beata María Maravillas que es muy milagrera; ¡si lo sabré yo!

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