Toros y ballenas

Lo bueno de tener chicos pequeños es que se aprende un huevo. Sin ir más lejos, el otro día aprendí que cada cual ve lo que quiere o lo que puede de cuanto le rodea; se trata de un fenómeno por el que el cerebro, guiado por criterios aún ignotos, es capaz de fijar toda la atención en determinados objetos mientras ignora otros. La tendencia a percibir unas u otras cosas podría explicar, además de la inteligencia, la personalidad de la gente con la que convivimos, o cómo un fulano de los que acudieron a la plaza de toros de Cuenca es capaz de ver la belleza en un natural de José Tomás sin sentirse conmovido por el abundante caudal de sangre que aflora a chorros en el lomo del toro.
Si al individuo le da por ver lo bueno diremos que se trata de gente optimista a la que habría que incluir en el grupo de las personas con tendencia a ser felices aunque se caigan los pilares del cielo; si, por lo malo, estamos delante de un triste, un ser asustado ante el devenir de la vida, un pobre cretino. El tercer grupo lo compondrían aquellos ciclotímicos que lloran o ríen según sople el aire dentro de sus cabezas o en la del jefe, lo que es peor teniendo en cuenta que hoy hay más jefes que indios. Hay un cuarto grupo al que me honro pertenecer. Somos los que vivimos es Babia, lugar magnífico donde habitan subsecretarios con cara de pez sargento y madamas complacientes que ríen a gritos como la ballena beluga.

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