Canícula

Afuera, en la calle, justo al lado de mi jardín secreto, florecen los girasoles dejando el paisaje lleno de rectángulos amarillos; mientras, los pájaros cantan y las nubes se levantan pero poco porque en estos dos meses no nos ha caído ni una gota de lluvia. Hace calor, un calor pegajoso que aplaco escondiéndome debajo de la sombra áspera de los pinos donde los insectos chirriantes se solazan. Es agosto, nada que hacer, nada que contar salvo las medallas olímpicas que traerán nuestros esforzados deportistas. Un buen libro a veces resuelve los problemas pero con este tiempo no me apetece, además, creo que tengo que ir al oculista porque estoy que no veo a tres en un burro, otra razón más para dormir. Duermo después de comer cuando me entrego en brazos de un tal Morfeo, duermo por la mañana acunado por el runrún de los comentaristas deportivos, duermo a la noche despatarrado delante del televisor viendo series televisivas de mucho éxito: cuanto menos haces más te cansas. Para combatirlo, un cafelito frío y fruta que me alivia el cansancio y la calor. Sueño y música, más música, ahora una de esas que te hace dormir, después más descanso, es un aburrimiento. A veces cambio el rito y al caer la tarde de doy un largo paseo relajado por la dura estepa castellana que decía el otro Machado, sólo salgo para poder respirar y estirar las piernas. Otras, cuento el aluvión de estrellas refulgentes que recorre el orbe en un instante y que me dejan una marca efímera, pero intensa en el fondo de la retina.

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