Abulia

Cuando llegan estas fechas se me aparece la tristeza envuelta en papel de plata, es una tristeza lánguida, una tristeza incompleta, vacua. Cuando aprieta, acostumbro a ahogarla en vino con gaseosa, mucha gaseosa fresquita, por lo que inevitablemente acabo llenándome de aire y haciendo pucheros (así llaman al lloro indolente que no termina de hervir en gritos). Sospecho que esta pena mía tiene mucho que ver con la lluvia de meteoritos que llaman lágrimas de San Lorenzo; sin embargo, no estoy muy seguro porque hay otras razones tan poderosas, quizá la más importante sea cómo veo que se me escapan los días sin llevar a cabo ni uno de mis proyectos soñados: tampoco iré a París a beber vino gabacho en el Pont Neuf mientras recito a Corneille de memoria, tendré que conformarme con veranear en Marbella; ando liado en una espiral sin fin de aburrimiento e indolencia.
A los que mandan en esta región les ocurre algo parecido, viven en un sin vivir, pero con una sutil diferencia: tienen mono de poder; se han alejado de la escena con tristeza y andan medio escondidos entre las bambalinas de la vida para que el personal advierta que siguen allí, haciendo muecas grotescas. Debe de ser horrible estar pero no estar, ser pero no ser, contar pero no contar. Como casi todos se conocen entre sí y les sobra desparpajo, es seguro que habrán conseguido entradas gratis para ahogar la nostalgia en la esperanza de ver el próximo día veinticuatro a José Tomás y así comprobar cuánto espacio queda entre la belleza absoluta y la muerte cierta.

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