Querido Ángel Luis:

Tenías que haber visto al hombre, parecía otro. No te voy a aburrir contándote quién es, tampoco te diré la razón exacta de su desasosiego; el caso es que ha resuelto sus conflictos familiares de la manera más increíble que te puedas imaginar, simplemente ya sabe cómo se llaman, los problemas tienen nombre y eso le ha calmado. Es sorprendente el valor terapéutico de las palabras. El guacho debía de tener algo porque los resultados académicos no eran, no son, lo que se dice brillantes; por eso, padre lo ha llevado del bigote hasta un profesional cuya decisiva intervención se ha limitado a escuchar un costal de despropósitos, a agruparlos según criterios arcanos y a ponerles nombre: trescientos euros. Creo que también le ha recetado unas pastillas oblongas que supuestamente le rebajan el nivel de incompetencia; en absoluto.
Te cuento estas cosas porque sé que te gusta la lengua (y el jamón), y además porque te he leído ocupado en razonar sobre la pérdida de contenido de algunas de las grandes palabras, quizá porque algunos trincones las han llenado de unte con tanto manoseo. Me parece muy interesante tu reflexión y sabes que la comparto; sin embargo, me gustaría que dedicases unos minutos (dos) a pensar en cómo un simple vocablo definidor es terapia suficiente para un padre angustiado.
Mejor recetar palabras que ansiolíticos si sirven para establecerle normas al crío, normas que no deberían ser estrictas, tampoco livianas; normas que tendría que cumplir para evitar las esperas en la puerta del palabrero, el de las pastillas blancas que saben a tiza.

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