Tradiciones

Este año he empezado una tradición nueva, la de ir a meterme de punta cabeza en el despiporre de la orilla de la mar salada mientras los paisanos le daban al botellón y al tambor. Así de sencillo, lo pensé y lo hice: Paquito el aventurero. Me gusta empezar atávicas tradiciones que duren lo justo; en mi casa hubo otras, pero las he desechado en beneficio del cambio: muchas horas de coche, pantalón corto, caña de pescar bichos, sombrero de ala caída y el cancionero infantil de la «señorita Pepis». Sin embargo, tanta complejidad no era suficiente, tenía que dotar al asunto de más aditamentos; te confieso que esa fue una de las causas por las que me veías cada día por la Carretería ensayando andares hasta conseguir uno entre desairado y lánguido, el que tenía el largo justo para no arrimarme golpetazos con la nasa en el trasero, lo que hubiera provocado el natural descojone de los ociosos que anduvieran balduendos por el espigón.

La cosa ha ido bien, es un decir. Al ir, las siete horas de viaje resultaron leves, con la levedad que da la esperanza de pescar bonitos en un piélago pardo merced al fuel; la vuelta fue otra cosa: retenciones, momentos en los que el tiempo no tiene paciencia y se dilata gracias a la calor de la sangre hervida; luego, nieve; la tradición acabó en un pueblecito sin pan y con la sofoquina de haberme quemado el pescuezo y la cartera. Un desastre, seguro que el año que viene, empiezo otra mucho más antigua y me quedo tan a gusto.

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