Sábado

Me levanto pronto para disfrutar más del tiempo aburrido, del descanso ganado. Tengo todo el día por delante. Primero desayunar fuerte; luego, otra vez a la cama. Nada que hacer en todo el inmenso día. Pierdo los minutos repasando con la mirada los techos inciertos de la habitación; en cada esquina anida sedoso el rastro de la inspiración, por eso es bueno estar tumbado escudriñando la baba de las musas entre los pliegues de la escayola; dicen que a Ionesco, el dramaturgo, le gustaba estar tirado sobre el sofá por si llegaban las diosas con los brazos llenos de mensajes absurdos. En la mesita de noche, la radio, como un viejo solitario habla, nadie escucha; hay un runruneo de anuncios a la sordina: son las seis de la mañana. El reloj trota cansino, desmayado. Tras los cristales, las débiles nubes tamizan el amanecer sobre la ciudad dormida. Sábado. Marzo. El silencio roto por un alarido, la ambulancia pasa de lejos, hacia el ocaso. Hay que matar el rato, no vaya a ser que el aburrimiento me hiera. Abro el libro de Paco Mora, disfruto leyendo. A las nueve desayuno fuerte, otra vez. En la calle unas pocas personas deambulan bajo los carteles electorales desgarrados por el viento furioso de los días perdidos. Hay que lavarse la cara, repeinarse con esmero y bajar a comprar el periódico; por ejemplo, este mismo que tienes en las manos. En la última página una columna, por ejemplo esta misma columna, que recorre su camino con la calma de un reptil pequeño desperezándose bajo el tibio sol de la nueva primavera.

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