La balanza

Lo siento, no me gusta. Ni la sonrisa dentona, ni el cuello sin fin. No me gusta nada. ¿Y cuando habla? Peor, parece que es de los que esconden la mano blanda detrás de la palabra amable. No le compraría un coche de segunda mano ni soportaría su presencia en mi casa durante más de dos minutos. Me subleva. He roto el papel de tanto apretar: «No y no a Gallardón». Él, el caballerete centrista; él, el niño bueno de familia bien que anduvo por los áridos terrenos ultramontanos. Y un cuerno. No me gusta ni cuando se ofrece para echar una mano, ni cuando se disfraza de perdedor, ni cuando hace pucheritos ante el anciano mentor, Fraga. Yo prefiero a la Espe de España. ¡Olé! Una mujer cabal que no se esconde detrás de nadie, que va al grano. Lástima que en lugar de Esperanza no se hubiera llamado Carmen, por la de Merimée; una Carmen para atacar con los brazos en jarras la habanera de la ópera de Bizet: «si tú no me quieres, yo a ti sí; pero, ¡ay como me encapriche de ti!, prepárate». En ella no hay trampa ni cartón; con un político así sabes a dónde vas y, mejor todavía, el destino es inevitablemente seguro.
A pesar de su poca durabilidad, apenas si le quedan tres telediarios, es bueno que Rajoy haya equilibrado la balanza al prescindir del estirado cuando la señora Aguirre y Gil de Biedma le ha hecho ver que vale tanto como aquel y en consecuencia que tiene el mismo derecho a salir en la próxima foto.

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