Libertad de expresión
Recuerdo a aquel censor, José Luis Álvarez de Castro. Un señor que descargaba su depauperada ideología sobre la gente que acudía sumisa ante su menguada persona —era bajito y tenía bigote; cualquier censor que se precie debe adornarse con un bigotito fascista. A este caballero, el alcalde Pulido le puso calle sin objeción alguna de la del PSOE. Llegabas con tus papeles a su oficina, qué mala cara tenía el tipo, los recogía con desdén, torcía el gesto y los guardaba en el cajón. El cura Carlos de la Rica me contó que este caballero afirmaba que de haber podido habría censurado El cantar de los cantares; eso es un censor con dos cojones. Eran otros tiempos, o no. En realidad, no. Los herederos intelectuales de aquel ganado perviven, se reproducen, crecen hasta ocupar todo el espacio público. Llevan togas, tienen opulentos despachos en las ferias de muestras, se enseñorean con la sana intención de acojonar a la gente, de explicar con rotunda claridad eso de que «aquí mando yo». Y lo c